SEGUNDA PARTE DEL DÍA DEL TERCER ACORDE
He odiado ir Viña del Mar desde
la primera vez que la vi, me gustaría que se sintiera alguna brisa repentina
como hay en Concón los días de niebla pero como está esa pared gigantesca en la costa, una edificación que instalaron
cuando mis papás eran jóvenes para que nadie pudiera escaparse en balsa ni
llegar por el pacífico.
La ciudad no es solo gris sino que un invernadero de
continuos 30º Celsius entre cubos de
cemento recién construidos sobre los que según mi abuela antes eran hermosas
avenidas turísticas con árboles, iglesias (sean lo que sean), casas antiguas, carretas
de caballos entre los automóviles, plazas inmensas y un clima ideal.
Ahora es
aún más gris que mi barrio, tanto, que sólo he ido un par de veces en el año
porque tenía una visita al doctor y para firmar los papeles de derecho escolar. Si
tuviera que imaginar un lugar peor que Viña es Valparaíso aunque nunca he
llegado tan lejos, he escuchado de varios compañeros de educación física que
ahí se comen a los perros callejeros porque todos viven en pobreza y que la
pared de la costa es aún más grande porque antes solía ser un puerto muy
importante, que no hay nada más que el refugio de un par de bohemios que viajan
sin tarjeta y son buscados por la policía, que hay contaminación y un montón de
detalles que me hacen recordar que yo podría estar peor.
-Aquí nos bajamos- dijo Exequiel
tocando el timbre de la micro, la que se detuvo en el paradero de Arlegui para
comenzar la cuenta regresiva de nuestro descenso.
Tras una pequeña feria artesanal
en calle Valparaíso hay un callejón con varias puertas que no deberían dar a
ningún lugar que me incumbiera. Cuando el sujeto al que conocía desde hacía media
hora abrió una puerta de metal y bajó por una escalera oscura al fondo del
subsuelo del antiguo metro ya casi había perdido completamente el interés en
cualquier contacto con lo que llamaban música.
Los detalles del pasillo oscuro
son solo discernibles por las grietas de la calle que actúan como tragaluz, no
parecía que nada más que un par de graffitis completaran el esquema que siempre
me había hecho de aquellas vías del metro. Sin embargo, después de caminar alrededor
de 10 minutos, mis oídos detectaron un par de voces normales, charlando a un
tono neutro tras una curva del laberinto.
Eran sucios, increíblemente sucios,
con ropas viejas y ennegrecidas, barbas largas y canosas, casi como vagabundos,
no creo que sea necesario acotar que sus caras no me inspiraron una pizca de
confianza ni que en ese minuto Tampier (que venía de una casa donde su
interacción con la “caridad” era invitarme a almorzar) llevaba una cara de asco
y miedo que hubiera sido digna de una instantánea digital.
-Te dije que no trajeras más gente- dijo el más viejo
ubicándose en medio del pasillo para bloquea nuestro paso
-Y luego te quejas de que no viene nueva mercancía-
respondió Exequiel –No estaremos mucho tiempo
-Mientras no vengan de turistas
no veo el problema de que pasen- le dijo el otro y tomó una caja
de comida china algo rancia para meter la mano y sacar los últimos residuos comestibles
mientras nos hacía gestos de libre paso.
Las ratas que correteaban eran pateadas
fuera del camino por la gran masa de comerciantes que había detrás de la curva
de la alcantarilla, me atrevería a decir que habían más de cien “locales”
vendiendo sus productos, encima, cientos de personas comerciando.
Sólo nos quedaba seguir a nuestro guía suburbano, quien nos había advertido “No
miren a nadie a los ojos o serán obligados a comprar”. En la quinta fila, había
una tienda algo más formal, hecha con sacos de harina viejos, con pantallas
digitales que mostraban una serie de números y dibujos que me costó un rato
diferenciar pero que mostraba las ventas, compras, lugares disponibles,
policías rodantes y una lista de los
objetos “más buscados” con un precio que cada local estaba dispuesto a pagar
por éste. Exequiel se acercó al estante siendo directo al oído del dueño, quien
sonriendo me miró y asintió con la cabeza, dejó a su asistente a cargo, y
comenzó a liderar nuestro grupo en un tenebroso silencio mientras con una
escoba limpiaba a las ratas que no dejaban de arrastrarse por su camino.
Acabamos en un local algo abultado, repleto de aparatos eléctricos que no
parecían funcionar y que seguramente debían tener entre cien y doscientos años
como mínimo.
-¿Tienes una pistola nueva?- me
dijo el dueño de la tienda, un hombre alto de voz firme que no me dejaba ver su
rostro.
-Una M1911, nuevecita- dijo
Exequiel quitándomela de las manos –Pagabas cien mil pesos por una
-Una intacta- dijo corrigiéndolo
cortantemente –con papeles
Yo abrí los ojos con pavor, ¿Con
papeles?, no tenía siquiera la intención de venderla bajo tierra y ese
vagabundo me estaba pidiendo los documentos legales, la tinta aún no se
enfriaba de lo frescos que estaban, de mis labios solo se escaparon un par de
palabras carentes de reflexión.
–Tengo los papeles en la mochila
La transacción se hizo en menos
de cinco minutos, el hombre se había quedado con mi regalo de cumpleaños y
ahora, yo ya en mi casa tenía en mis manos una mohosa pieza de dos partes con
cuerdas tensadas por el mismo Fuenzalida, quien tenía una propia desde que sus
padres se la compraron a los diez años, cuando escuché esa anécdota, lo único
que pensaba era cómo seria tener una familia liberalizada.
Fue impactante
descubrir que uno de los vagabundos de la puerta era el tío menor del chico
nuevo, y que desde que era pequeño había vivido entre las alcantarillas y el
submundo de anti sistemáticos que se escondían para practicar no sólo música
sino todo lo que estaba estrictamente prohibido por la ley. Entendí en ese
momento, frente a la vieja guitarra, que lo que Exequiel quería, y la razón por
la que soportaba mi ignorancia musical era porque todo el mundo que había visto
esa tarde escondido bajo la gran ciudad estaba formado por personas que habían
sido aplastadas por la ley y que no se atrevían a salir, personas que le habían
dicho inmediatamente que no a la loca idea que había diseñado, el niño nuevo
quería mostrarle al mundo real la música, y necesitaba de una banda, gente con
el historial limpio, personas como yo o Tampier.
-Cenamos en catorce minutos y
treinta segundos, Cenamos en catorce minutos y veintitrés segundos- escuché la
voz de mi madre sonar en el transmisor de pistas de audio que estaba conectado
a mi pieza, tenía poco tiempo, así que guiado por mis dedos, comencé a probar
mi instrumento: Un Am ("La" menor), que logré viendo la primera foto que Fuenzalida me
había entregado, Un G ("Sol"), de un dibujo que había encontrado en el subsuelo,
juntos no sonaban tan mal, pero sentía que algo le faltaba, un elemento
sorpresa, “Debe haber algo que los una” dije en voz baja mientras el contador
me recordaba que me quedaban solo cinco minutos.
Había otro papel en el
estuche, una foto de un hombre vestido de indigente -en la realidad no es un
indigente, es el estilo que él eligió- pensé impactado al ver la guitarra que
sostenía como si fuera una extensión de su brazo ya que en lo profundo de mí
quería lograr esa soltura con mi nueva adquisición. Un Fa, ese era el acorde
que estaba haciendo, y lo logré en cosa de minutos. No podía juntarlos, no debía
hacerlo, era ilegal, pero mi curiosidad fue más fuerte, en un minuto toqué las
tres notas, justo cuando logré articular ese Fa, ese tercer acorde, la alarma
de mi habitación sonó resonante, debía ir a cenar.
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